Agradecimiento público
Esta semana Alberto Fernández declaró que "en la Argentina no existe inflación", demostrando que todas las discusiones sobre si los guarismos que publica el Indec son acertados o falsos se limitan a una fachada montada para ocultar algo más importante ya que, lisa y llanamente, no es posible mensurar lo inexistente. Yo confío plenamente en las afirmaciones del Sr. Fernández porque él salvó mi vida: sin ir más lejos, en el marco de las mismas declaraciones dice que "descubren que la papa sube y entonces todos hablan de la papa" y lo dice con total conocimiento de causa ya que ese fue el flagelo del cual me liberó.
Resulta que cuando creí descubrir que la papa subía ya no pude dejar de hablar de eso. Primero fueron comentarios aislados, al verdulero o a algún otro cliente, pero en pocos días ese se había convertido en mi único tema de conversación. Esto arruinó completamente mi vida social: todos me rehuían y a nadie parecía importarle tanto como a mí el aumento de la papa. Mi pareja me tuvo paciencia, a pesar de que descolgué de la pared la foto de nuestra boda para hacerle lugar a mi cada vez más extensa colección de recortes de artículos sobre la papa que buscaba en los diarios. Creo que empeoré la situación porque, ante su gesto adusto, intentaba relajar el clima diciéndole "¡Qué cara está la papa!" Finalmente se fue a vivir con su mamá y, aunque ella empleó otras palabras, yo asumí que me abandonaba por papafrita.
La soledad agravó todo. Tomé la costumbre de ir a comprar un pelapapas todos los días, simplemente como excusa para entablar conversación con el dependiente del bazar sobre la problemática papera; eso también duró poco y acabaron por prohibirme la entrada. Obviamente me despidieron del trabajo ya que, inmerso en mi obsesión, cuando mi jefe me pedía que explicara por escrito algún procedimiento me despachaba con la puntillosa receta del puré a la francesa, y si me solicitaba una estadística de producción le hacía llegar el cronograma del monocultivo en Balcarce.
Así las cosas comencé a deambular por la ciudad como un linyera. Me encaramaba a los monumentos de las plazas e instaba a los transeúntes a admitir que, efectivamente, la papa estaba subiendo; eso me trajo no pocos problemas con los guardianes del orden. Solía amanecer, con la ropa hecha harapos, en sucios callejones donde me derrumbaba de madrugada completamente exhausto, después de mantener durante todo el día mis interminables monólogos sobre el vil tubérculo. En ese estado fui a parar a un hospital psiquiátrico.
Los médicos probaron conmigo todo tipo de terapia pero ninguna funcionaba; me aplicaban electroshocks pero eso sólo hacía que, en mi intento por decir lo que creía que ellos esperaban escuchar, cayera en lugares comunes como "más vale papa en mano que cien aumentando". En ese infierno me encontraba cuando visitó la clínica nuestro Jefe de Gabinete y con él llegaron la Luz y la Revelación: ahora, amigos míos, sé perfectamente que la papa no existe y jamás ha existido... ¡Gracias, Alberto, por desmitificar semejante delirio!