Hace más de veinte años que fumo pero nunca dejé de respetar, sin necesidad de ordenanzas municipales, el derecho de los no fumadores. Por razones de simple educación suelo evitar hacerlo en lugares públicos cerrados y siempre pido permiso en casas o vehículos ajenos, aceptando de buen grado una eventual respuesta negativa. Sin embargo, últimamente me siento objeto de una especie de caza de brujas emprendida por los nuevos adalides del aire puro, envalentonados por la reciente legislación al respecto.
Anoche asistí a un concierto en homenaje a Mozart (al margen: un programa excelente, un sonido impecable para ser al aire libre y espectaculares los fuegos de artificio del final) que reunió, según los organizadores, a 140.000 personas. Yo no sé si fuimos tantos pero sin duda éramos una multitud. A la hora de desconcentrarse, por lo tanto, una enorme caravana de peatones se encaminó en dirección a Puente Pacífico. Mi mujer y yo picamos en punta y llegamos a instalarnos con comodidad en una de las pizzerías de la zona. Inmediatamente comenzó a llegar gente que superaba en mucho la capacidad del local, quedándose de pie en la puerta y esperando que se desocuparan las mesas. Después de comer la pizza salí a fumar un cigarrillo a la vereda, como se prescribe, para regresar luego a terminar mi cerveza. Durante ese par de minutos en que estuve afuera observando esas caras de ansiedad acechante, y conociendo la idiosincrasia del porteño, imaginé la situación que se habría presentado si yo hubiera estado cenando solo en lugar de acompañado por mi mujer, que permaneció sentada. Si mi mesa no era directamente invadida, estoy seguro de que al menos habría tenido que mantener una agria discusión para conservarla. También pensé que en ese caso, por sencillas razones económicas, el personal habría tomado partido por quien podía irse sin consumir y contra mí, que ya había realizado mi pedido. Con los astros alineados a mi favor tal vez me invitaran a tomar la media botella restante en la barra, encaramado a un taburete cerca del baño. Si consideramos que nadie se atrevería a cursarle semejante invitación al resto de los comensales que se encontraban en mis mismas condiciones (comida terminada pero bebida pendiente) que no hubieran abandonado la mesa para irse a fumar, hablaríamos de un caso de simple y llana discriminación. Claro que nada de eso ocurrió porque yo estaba acompañado, así que todo se reduce a mi imaginación: Soy un paranoico.
En otro orden de cosas pero relacionado con la misma reglamentación restrictiva, en mi trabajo se estableció un patio interior, casualmente contiguo a mi oficina, como único lugar de la empresa donde está permitido fumar. Tras la instalación de algunos ceniceros y coloridos carteles indicadores comenzó a darse un proceso que aún continúa: Al patio en cuestión, otrora completamente desierto, acude cada día mayor cantidad de no fumadores para tomarse un recreo, charlar y pasar el rato. En la actualidad es común que, entre la gente que encuentro al salir, como mínimo la mitad sea no fumadora. Por supuesto, por un fenómeno más social que matemático, la relación cantidad de gente / cantidad de ruido no aumenta en progresión aritmética sino geométrica. En ocasiones ya se me ha hecho difícil hablar por teléfono desde mi escritorio debido al bullicio reinante pared de por medio. Como no nací ayer y hace diez años que conozco los procedimientos de la empresa, estoy esperando que en cualquier momento nos sea comunicado que no está permitido fumar en ningún lugar del inmueble, tampoco en ese patio (en realidad, mucho menos en ese patio). Si consideramos que de esa forma se estaría recortando la libertad de los fumadores como consecuencia de acontecimientos no provocados por ellos, hablaríamos de un caso de simple y llana discriminación. Claro que eso todavía no ocurrió, así que todo se reduce a mi imaginación: Soy un paranoico.
Yo fumo pero respeto a los no fumadores. Me gusta la cerveza pero respeto a los abstemios. Disfruto del sexo pero respetaría a los célibes... si conociera a alguno. El problema es que el respeto es un tema encuadrado dentro de la educación y las buenas costumbres sobre el cual es imposible legislar, y cuando se insiste en legislar sobre esos temas las circunstanciales mayorías, no necesariamente educadas ni bien acostumbradas, suelen pisotear los derechos civiles de las minorías.