En la playa
Paseo sin rumbo fijo, sólo por el placer de pisar la arena mojada y sentir el sol sobre la piel. El pueblito balneario es mínimo, sin ninguna pretensión de grandeza o sofisticación, ideal para pasar unos días en paz y reflexionar. Observo, con medida discreción, a la poca gente con la que me cruzo: la parejita enamorada ajena totalmente al resto del mundo, viviendo su amor que -como bien dijo el gran Vinicius de Moraes- es eterno mientras dura; el grupo familiar que intenta hacer de la playa una réplica del patio de su casa, como si tomarse vacaciones fuera tan sólo un cambio de escenario y no mereciera la ruptura de las bobas y narcotizantes rutinas cotidianas; el anciano robusto y curtido que se delata lugareño, por la actitud con que encara a ese "gentío" mezclando impecable cortesía con condescendiente desdén.
En eso estoy cuando veo a un pibe de unos tres años y sin premeditarlo me detengo. Él está sentado ahí, algo alejado del resto aunque probablemente bajo la atenta supervisión de sus padres; con su zurda abraza a un desproporcionado perro inflable y con la mano derecha juguetea con la fina arena de la playa: es un juego meramente táctil porque su conciencia vagabundea por otros lados. Aunque la luz del sol sobre sus ojos fuerce un gesto que podría confundirse con enojo, una mirada más detallista revela que no es así. Es evidente que el pibe no está contento, pero tampoco está triste; podría decirse que su expresión denota un equilibrio entre ambos extremos, como si a tan tierna edad ya supiera que esta vida no será un valle de lágrimas pero, tampoco y sin duda, pura joda. ¿Se puede decir acaso, siendo un niño tan pequeño, que su actitud prefigura la de una futura persona seria?
Esa visión dura apenas un instante, hasta que noto la presencia de un fotógrafo ambulante y hasta sospecho que el feo muñeco es propiedad del buscavidas y todo se resume en una puesta en escena, en la cual la expresión del chico muy bien podría representar un "a qué carajo viene todo esto y qué mierda se supone que esperan de mí". Continúo mi camino mientras pienso que no estuve tan errado en mis apreciaciones porque, después de todo, esa misma pregunta es la que yo me hago todo el tiempo y, además, la que demarca la frontera entre tomarse la vida con estúpida ligereza o encararla con seriedad. Unos pasos más allá se arma en mi mente una frase sintética y rotunda, como si todos los pensamientos anteriores los hubiera garabateado en la arena húmeda con un palito y una ola potente y oportuna los borrara dejando sólo lo esencial: "Ese pibe me cae bien" escucho decir dentro de mi cabeza y, por algún motivo que no me interesa explicar, esa afirmación me hace sentir mucho mejor conmigo mismo.
San Clemente del Tuyú, enero de 1969