jueves, abril 12, 2007

Post mortem

Una vez intenté escribir un relato en el que mi padre y yo nos reuníamos en el cielo. Yo tenía la esperanza de llegar a ser en éste un buen amigo suyo, pero la historia se complicaba perversamente como suele pasar cuando tratan de individuos reales a quienes hemos conocido. Al parecer, al llegar al cielo la gente podía elegir la edad que quisiera siempre que hubiera vivido tal edad en la tierra. Así, por ejemplo, John D. Rockefeller podía optar por cualquier edad hasta los noventa años; Tutankamón, cualquiera hasta los veintinueve, y así sucesivamente. Me desilusionó, como autor del relato, que mi padre eligiese tener sólo nueve años en el cielo. Yo, por mi parte, había decidido tener cuarenta y cuatro: respetable, pero todavía muy atractivo. La desilusión con mi padre se convirtió en vergüenza y bronca; era igual que un lemur, como son los niños a los nueve años, todo ojos y manos. Tenía una reserva inagotable de lápices y cuadernos y andaba siempre siguiéndome los pasos, dibujándolo todo e insistiendo en que admirase los dibujos que acababa de hacer. Los recién conocidos me preguntaban a veces quién era aquel chiquito tan raro y yo tenía que decir la verdad porque en el cielo no se podía mentir: "Es mi padre".
Los abusones disfrutaban haciéndole sufrir, porque no era como los otros niños. No se entretenía con las conversaciones de los niños ni con sus juegos. Así que lo perseguían y lo agarraban y le quitaban los pantalones y los calzoncillos y los tiraban por la boca del infierno. Ésta era una especie de pozo de los deseos sin balde ni polea; podías asomarte y oír los alaridos desmayados de Hitler y Nerón y Judas y gente así, allá a lo lejos, muy abajo. Yo me imaginaba a Hitler, que sufría ya el máximo calvario, encontrándose periódicamente la cabeza cubierta con los calzones de mi padre. Y siempre que le robaban sus prendas mi padre acudía corriendo a mí, rojo de rabia. Yo a lo mejor estaba con alguien a quien acababa de conocer y a quien estaba impresionando con mi urbanidad... y aparecía mi padre dando alaridos y con el pito ondeando al viento. En fin, el relato insistía en ser tan desagradable que dejé de escribirlo.

Adiós, Kurt Vonnegut, maestro de la ironía y crítico implacable a través de la sonrisa; si encontrás a tu viejo tenele paciencia y dale mis saludos.

3 comentarios:

Grismar dijo...

En la conferencia en la Casa de Mark Twain, en abril de 2003, Vonnegut comenzó diciendo: "Primero lo primero, quiero que quede claro que este bigote que uso es el bigote de mi padre". Quedó claro que no era "el de Twain", pero también que a su viejo le tenía paciencia. Besos.

Cinzcéu dijo...

Magnífico homenaje a la partida de un maestro. Say no more.

Vitore dijo...

Me agrego al homenaje sin mucho más que decir ante la genialidad de Vonnegut.

Saludos.